miércoles, 20 de octubre de 2010

El Paraíso está en Río de Janeiro

Un mensaje, dos cuadras y un café con gin. Una noche fría, dos voces tibias, un amanecer. Un sillón acá, una cama ahí y ropa prestada. Un mediodía templado, un parque cercano. No, mejor que sean dos. Una vuelta larga, un paseo incierto, unos zapatitos color marrón. Otra vez acá. Somos vos, un negocio riesgoso y yo, en una distancia eterna que con la tarde se va. Dos manos solas primero, tu mano en mi mano después. El sueño en los ojos reduce a un milímetro o dos la distancia entre los labios. Entonces se sucede en dominó una noche besada, un domingo abrazado, un feriado ideal. Las horas no se cuentan, pero son horas que se van. Una ida impostergable, dos abrazos, una nube de ansiedad. Pero después de una charla blanda, un contacto natural, me tomo un colectivo urgente hasta allá. Y me contás un secreto, o dos. Se siente un dulce calor entre unos libros iluminados, un pañuelo prestado y viaje en motoneta para dos. Sobran risas en tu balcón floreado. Y sin planearlo se pasan los días con un poco de comida, un baño mojado, mucha ropa tirada. Veo dos cuerpos pegados; el tuyo, el mío, pero ya no parecen dos. Hay más madrugadas, también días enteros, unos cuantos son. Ayer, hoy, mañana también. Un comienzo feliz, dos almas fascinadas y un millón de besos con querer.

La de antes no era yo

Yo hubiera muerto por quedarme donde estaba, por ser su esclava, de ellos, los que estaban ahí. Por momentos enloquecía, pero nunca perdí el control. Sabía que tenía que irme pero me seguía quedando. Le pedía por favor a mi ser que me deje ir. Le rogaba a mi vida que no se ate más a ese lugar incomprensible para mi razón. Me cortaba el pelo, me cambiaba de ropa, me pintaba la cara, pero cuando me miraba en el espejo, sabía que todavía seguía en el mismo lugar. Un día lloré, tanto que no hice otra cosa más en 24 horas que derramar lágrimas por mis ojos, y ahí se me inundó la existencia. De tanta agua que corría por mis cachetes no pude ni respirar. Es día no comí, no hablé, no fui; sólo lloré. Estaba ahogada, de esa yo que no iba a ser más. Ese día me quise ir; y me fui. A un lugar que no me había imaginado nunca. Un lugar que me costó encontrar, pero que aprendí a conocerlo. Era lejos, muy lejos de mí. O tal vez, era más cerca de lo que creía. Pero eso lo supe tiempo después, cuando ya no quería volver. Fue entonces cuando empaqué mis pertenencias ¡Eran tan pocas! Había dejado tanto en ese lugar que habité largos años, que lo que tenía que acarrear conmigo pesaba casi nada. Me asusté al principio, pero después me di cuenta que salir sin equipaje es lo mejor para un viaje del que no vas a volver.